
18 Ago Junturas y acuerpamientos
Lidia Troya | @ruralwoman
«-Ay, prenda, ¿ya has venio?», me pregunta mi vecina Isabel mientras barre afanada la calle en bata. Es el mismo movimiento repetitivo y casi el mismo atuendo que recuerdo contemplar desde pequeña, a través de mi ventana. Ella siempre me ha cuidado y querido. Como muchas mujeres de mi pueblo, Isabel no tienen grandes conocimientos, pero es enormemente sabia. Tampoco está al tanto de los -supuestos- progresos, ni ha viajado más lejos de Granada y Mallorca, pero los aconteceres de la existencia la han llevado siempre más adentro, más hondo.
Cruzo la carretera que nos separa y me acerco a ella. Prosigue: «Ma dicho tu madre que has estao por allí -no le sale el nombre…- por arriba… -no parece que le importe demasiado la geografía-, haciendo -pausa larga- espa… espiri…». Le da golpes a la escoba contra el cemento, como queriendo sacudir las sílabas, pero se enreda y me mira: “ay, prenda, no doy con la tecla». Próxima a los ochenta tiene muy buena memoria, pero no encuentra las palabras para nombrar mi semana de [Des]Conexión y [Auto]Cuidado. Si explicar qué son los ejercicios espirituales ya resulta algo complejo para quienes no transitan ciertos ámbitos, empalabrar el Yada no es nimia tarea.
Sin embargo, como aupada, desprovista de resistencias, me lleno de aire y le cuento atropelladamente, casi de una bocanada, que como mujeres, creyentes y no creyentes, necesitamos espacios nutritivos de cuidado y de descanso, porque, como decía Audre Lorde, “los cuidados hacia mí misma no son autoindulgencia, son autoconservación y son un acto de lucha política”. Cuidarse, acuerparnos, es resistir a la incertidumbre y a la intemperie.
Fatema Mernissi aprendió de su madre que la felicidad también tenía que ver con el derecho a la intimidad, el derecho a renunciar a la compañía de los demás y sumirse en la soledad contemplativa. O sentarse durante todo un día sin hacer nada ni tener que excusarse o sentirse culpable por ello. «La felicidad era estar con los seres amados y aun así sentir que se existía como ser individual, que no se vivía solo para hacerlos felices. La felicidad era el equilibrio entre lo que se daba y lo que se recibía». Siempre tan acostumbradas y obligadas a dar, la experiencia del Yada nos invita a recibir y a contemplar amorosamente el mundo claroscuro que habitamos.
Necesitamos lugares en los que no se nos pretenda explicar, etiquetar ni apadrinar, porque lo más revelador sucede cuando nos acompañamos desde el respeto a lo que somos. Hay quien dice que vivir es la sabiduría del desvío y del retorno. Estos días me han recordado que más allá de convenciones sociales, estereotipos, expectativas, mandatos familiares y religiosos, la vida es un camino hacia nuestro centro, hacia nuestro propio corazón. Ahí reside la Fuente de la que emana el Misterio inagotable y lo más inmaculado y salvaje de cada una, que no debemos profanar.
Somos un relato en busca de sentido y necesitamos lugares de encuentro, de cruce y de frontera, en los que nombrarnos o callarnos sin juicio. Deberíamos abandonar ese intelectualismo que penetra la realidad para comprenderla, explicarla y, por tanto, dominarla, para tan solo recibirla. Necesitamos más poesía que abrace el fracaso y “desexplique” lo inexplicable, porque más hondo de lo representable y categorizable late la existencia.
Necesitamos más piel, más entraña y menos razón descorporeizada. Yada es todo eso y más. Necesitamos ir más despacio y arrinconar la lógica de los logros, del encumbramiento y lo útil, para atender a lo valioso que hay en cada una de nosotras. La circularidad y la obra colectiva contrarrestan el poder y el afán de liderazgo. El pensamiento como creación simbólica y no como herramienta de sometimiento, orienta y revitaliza.
Necesitamos más tribu, más hermandad, más barrio y más genealogías femeninas en las que reconocernos, biendecirnos, celebrarnos y danzar. Necesitamos más risas que se opongan a la (auto)perfección, a la gravedad y al rigor, una mística que reviva lo religioso y más procesiones espontáneas al alba, donde lo santo y lo profano se besen.
Yada es todo eso y más, Isabel. Es búsqueda, de lo humano y lo divino, pausa que moviliza, juntura intergeneracional, conocimiento por experiencia, [de]construcción colectiva, lucha y espera. Acuerparnos y reconocer las junturas en que somos da fuerza para crear otras nuevas.
Han pasado unos minutos y lejos de querer sentarse o parecer cansada, Isabel me escucha con los ojos como platos. No sé si ha entendido algo… Nos quedamos unos segundos en silencio, con la mirada desenfocada, y, de pronto, apoyada en su escoba, con su bata sacudida por la ventolera, irrumpe enérgicamente:
«-¡Ah! Eso es como cuando aquí nos sentamos toas al fresco, hacemos salchichón, carne de membrillo y aliñamos las aceitunas, compartimos los tomates y las hortalizas, andamos por los caminos polvorientos, con la Justa, la Evarista y se arrejuntan las que encontramos, o cuando bailamos en las meriendas mientras tomamos chocolate…»
La miro con mucha ternura y asiento en silencio. Sonrío… (lo ha entendido todo):
«-¡Claro! ¡Eso es, Isabel! Pan, canto, danza, palabra, rito, cuerpo, casa y ventana abierta al cielo. Eso es…»
Al fin y al cabo, como dice Esquirol, nos salva la proximidad. Aquí reside la veritas. ¿No tiene que ver el Reino de Dios con este ámbito del nombre propio y de las relaciones humanas? Por eso el Yadá me ha devuelto a mí y a mi hacer pueblo en Madrid. ¡Gracias, hermanas!
Andrea
Posted at 13:19h, 20 agostoGracias por lo escrito.. Un gusto leerte..
Lola
Posted at 00:09h, 26 agostoMuchas gracias🤗